Fotografía y Pintura Digital

sábado, 1 de octubre de 2022

miércoles, 13 de julio de 2022


                                           Retrato en sepia 2015 de Humberto Miguel Jiménez

                                           de 27.94 X 45.18 centímetros.

jueves, 16 de septiembre de 2021

Cebolla revestida

       Por Humberto Miguel Jiménez

 

            Sofía detuvo el auto con el mayor sigilo en el camino de acceso a la residencia, cuando todavía le faltaba por recorrer la mitad de la distancia. Recorrió a pie el tramo faltante en silencio y tratando de ocultarse entre los pinos, cedros, rosales, manzanos, durazneros y chabacanos que formaban el jardín del frente. Llego hasta la puerta de la residencia y… sin hacer el menor ruido... entró furtivamente en ella.

            Recorrió en silencio la sala y reviso que no hubiera nadie. Lo mismo que en el comedor. Pego el oído en la puerta de la biblioteca-estudio… para comprobar que no hubiera nadie. Oyó sólo el silencio. Se dirigió a las escaleras… comprobó que no hubiera nadie en ella y en el pasillo en donde desemboca. Todo se encontraba en completo silencio. Volvió sobre sus pasos y desapareció por la puerta del antecomedor.

            Ya en el antecomedor que en ese momento se encontraba solo, y por su tamaño en reuniones informales, funcionaba como comedor principal; se detuvo ante la mesa de cedro y con el mayor cuidado para no hacer ruido… dejo su portafolio. “¿No se para que me traje el portafolio? –Pensó Sofía–… lo debí de haber dejado en el coche”. Se quedo inmóvil por un instante… para tratar de descubrir algún movimiento o ruido sospechoso.

            Al no percibir ningún peligro, se acerco a la puerta abatible que da a la cocina y se asomo por el “ojo de buey” … a la única que vio fue a la cocinera, una anciana de origen tzotzil, que preparaba afanosamente la comida. Sus ojos se iluminaron y una dulce sonrisa se dibujo en su hermoso rostro, empujo con la mano izquierda la puerta y antes de seguir, voltio la cabeza para asegurarse que nadie la viera… y entró en la cocina al momento que decía:

            — ¡Ya llegué nana…! ¿Cómo te fue? ¿Qué estas preparando?

            — ¡Hija…! ¿Qué haces aquí? –Respondió la anciana toda sobresaltada y con miedo– Sí se entera tu mamá que estas aquí… se va a enojar muy fuerte. Ya sabes que no quiere que vengas sola a la cocina.

            —No te preocupes nana. Me previne para que no se enterara… que te venine a visitar. –respondió Sofía, tratando de calmarla–. He dejado el auto… frente a los viejos rosales... por donde el camino se “tuerce”.

            — ¡Ay hija…! Tú un día me vas a matar de un susto. O tu madre… cuando me corra por permitirte estar en la cocina.

            —Mí madre tiene cada idea… Debe de tener miedo que aprendamos mejor maya, que el inglés… que tanto le interesa que lo aprendamos…

            — ¿Vienes sola o te acompaña el joven Héctor? Hija.

            —Vengo sola –respondió con voz melancólica– Héctor tuvo que trabajar. ¿Qué preparas?

            ⸺¿Sola…? Como hoy sales tarde. Y cuando sales tarde del colegio te acompaña el joven Héctor… Y solo así… te permite tu madre que vengas a verme.

            — ¡Claro…! —Respondió Sofía con cierto desdén–. Porque quiere esconder su racismo y su desprecio hacia las personas humildes. Por eso no dice nada. Pero se traba de coraje…

            —Pero es una lastima… –continuó la nana, tratando de cambiar el tema.

            — ¿Pero…? ¿Porqué es una lastima…? Nana.

.           —Voy a preparar cebollas revestidas –respondió la nana– Creí que vendría contigo el joven Héctor. A él, le gustan mucho…

            —Así es nana. Si viniera él… No hubiera tenido que entrar en forma furtiva en mí propia casa. Pero tuvo que ir a la oficina, hubo una emergencia; ese era el plan. Pero enséñame, como se preparan para cuando nos casemos… el próximo año, antes de irnos a Londres para estudiar nuestra especialización. No importa que mí mamá diga que cocinar es para la gente del pueblo. Vamos… dime ¿Cómo se hacen? –Pregunto mientras se quitaba el saco del uniforme del colegio y se doblaba las mangas de la blusa– A Héctor le gustan mucho… Sobre todo, cuando tu las preparas.

            —Lo primero que tienes que hacer: es quitarle la primera capa a todas las cebollas que vas a preparar –dijo la nana dulce y complacida, al momento que las dos comenzaron a quitarle la corteza exterior a las cebollas –. ¿Cuándo es tu graduación de la universidad, hija?

            —Es en julio nana. Pero ahora sí tienes que venir. ¡NO! acepto que me digas: “Qué mi mamá no va a querer que vayas”, como sucedió cuando termine la secundaria y la preparatoria. “Qué se avergüenza de ti por ser indígena.” Pero yo no me avergüenzo… y Héctor tampoco. Ya me prometió que sí mi mamá no te lleva, él en persona viene por ti, para que vayas. Sí vas a ir… verdad… Nana: “Mi mamá me lo prometió también; que cuando terminará la universidad… sí podrías venir con nosotros”. Ya terminamos de pelar las cebollas. ¿Ahora que sigue? Además, yo y mis hermanos, nos criamos contigo… mientras mi mamá andaba en sus reuniones de asistencia social y no se… que otras movidas.

            —Hay que separar el manojo de Laurel y limpiar cada hoja. –Continuó la nana tratando de evitar el tema–. Después debemos de quitarles las ramas y fijarlas en la cebolla con un clavo.

            —Y… ¿En donde se encuentran los clavos?

            —Los clavos se encuentran en un frasco pequeño en la alacena –respondió la nana hundida en sus recuerdos y en el miedo que le produce verse corrida a su edad. Lo único que le daba fuerzas… era el secreto que había jurado a la señora que jamás lo divulgaría–. En la tercera puerta. Ahí están… frente a tu nariz m’hija... Mientras yo limpio el Laurel, tú vas cubriendo las cebollas y deteniendo las hojas con un clavo…

            “¡Dios mío…! Haz que no vaya a venir la señora…”  -Suplico la nana, sin pronunciar palabra alguna-.

            —Pero no así m’hija… –dijo la nana, regresando de sus recuerdos y temores–. Saca primero todos los clavos del frasco y ponlos sobre la mesa… Así es más fácil… Cuando termines… las pones en la olla que tiene el caldo y.… cuando este hierva… tomara el sabor de las tres especias… Serviremos una cebolla a cada uno de tus hermanos y dos a tus papas.

            —Y no te pongas sentimental como acostumbras. Ya te conozco… En esta ocasión no me vas a convencer. El próximo domingo iremos a Liverpool a buscar un vestido para ti… para la graduación. Nos va acompañar Héctor, nos iremos en su auto.

            —Hay hija –dijo la nana toda preocupada–. No tengo dinero para pagar uno de esos vestidos… Ahí valen mucho dinero… son muy bonitos… pero re’caros para mí… Mejor después hablamos de eso hija… Ahora mejor ve por el auto… antes que venga tu mamá y nos encuentre a las dos en la cocina…

            —Y quien te esta diciendo que lo tienes que pagar. Yo te lo voy a regalar. Lo voy a pagar con la tarjeta que me dio mi papá. Ya le dije y estuvo de acuerdo.

            —Hay hija, no se si deba –respondió la nana toda mortificada–. Tú mamá se va a enojar. Me va a correr…

            —Mejor… –respondió Sofía con decisión– Así te vas conmigo cuando me case a mi casa. Allí serás bien recibida… además tendrás cariño y buenos tratos.

            —Sí, hija, lo sé –respondió la nana con pesadumbre–. Ahora mejor vete… no vaya a venir la señora…

            —Al fin termine de apuntar la receta –dijo Sofía con gusto y satisfacción–. Ya tengo otra para mi colección… para ahora que me case… Será mejor que me vaya a cambiar… Dentro de poco vendrá mi mamá para decirte que sirvas la comida y se enojara sí me ve aquí… Y más… sino no me he cambiado y me ve platicando contigo –termino de decir Sofía, mientras le daba un beso en la mejilla a la nana y salía feliz de la cocina.

            La nana suspiro profundo y con satisfacción, mientras veía a Sofía que se alejaba por el pasillo y se dirigía a la salida por el auto. Después, se dirigió a la estufa y reviso el hervor del caldo y la condición de las cebollas revestidas con las hojas de laurel y cada una sostenida con dos clavos. Cuando vio que cada cebolla tenía dos clavos, sonrió y movió la cabeza de un lado a otro, su sonrisa reflejaba una benevolencia infinita. ¡Ojalá…! no les pique demasiado.  ¡Gracias Dios mío…! Por permitirme platicar un rato con mi hija.

            — ¡María! –Grito enojada la mamá, al entrar en la cocina y sacar a la anciana de sus pensamientos–. Seguro que todavía no tienes lista la comida. Eres una buena para nada, que se podía esperar de una “india” como tú. El señor ya llego y lleva prisa. Me acaba de hablar por el celular, esta entrado en la casa. Tiene una junta muy importante en la Secretaria a las seis de la tarde. De seguro… has estado perdiendo el tiempo platicando con el jardinero.

            —Sí señora… –respondió la anciana tratando de ocultar su turbación al verse casi sorprendida con Sofía–. Perdón señora. Ya esta la crema de chíncharos y el spaghetti que tanto le gusta al señor y el guisado estará en diez minutos –respondió la nana, con una sonrisa de encubrimiento reflejada en sus ojos–. Con su permiso… voy a poner la mesa.

            — ¡Ay María…! –Continuó la mamá–; yo no sé que voy hacer contigo… Ya me dijeron que estás insistiéndole a Sofía para que te lleve a su graduación… No digas nada… Luego hablaremos, ahorita no hay tiempo… Ha llegado la hora de tomar medidas enérgicas contigo… Y en esta ocasión no me voy a dejar convencer por el señor y los muchachos. En esta ocasión te tendrás que ir a tu pueblo… Y no me digas que no tienes a nadie… Ese es tu problema… Si te mueres de hambre será que eres una floja, allá no te permitirán comer sin haber trabajado… no es como aquí, que comes sin hacer nada... Creo que ya llegó el señor… ¿Ya terminaste de poner la mesa? –terminó diciendo la mamá mientras salía de la cocina.

 

Jimenez_humberto@prodigy.net.mx

20112009

 

 

lunes, 9 de agosto de 2021

 

Perdonando al tiempo.

Por Humberto Miguel Jiménez

Sentado en las piernas del abuelo, oía sus relatos con su voz dulce, que se convertían en río caudaloso de sabiduría, o atronador como una tormenta, cuando me portaba mal o convertía su estudio en un campo de batalla, revolviéndolo todo.

            Mi abuelo, ese anciano hermoso, sabio, un tlamatini, como le decían sus amigos; enérgico con sus nietos y que caminaba por el jardín de su casa… como perdonando al tiempo que lo hacía trastabillar. Cuando lograba llegar al fondo del jardín, se detenía junto al enorme álamo para protegerse con sus largas ramas del aire frío de la tarde o del sol de medio día, le decía: “Ya vez, todavía estoy aquí; no me he cansado de mirarte crecer. Un día fuiste un enano como mi nieta; la ves, nos está mirando desde la ventana de mí recámara. Está junto a su madre y la abuela… las miras. Ahora tengo que volver, debo seguir trabajando en mi nuevo libro: “Por la ruta del cacao” La historia de Huitzilihuitl, el mercader mexica; enviado por el Emperador más allá del río Ulúa, por riquezas y plumas preciosas. Cuídate, nos vemos luego…

            Recuerdo cómo corría cuando llegaba a su casa para saludarlo y meterme como pudiera entre él y su computadora y sentarme en sus piernas, y desde ahí compartir el relato que en ese momento escribía.

            Un día me dijo: “Este relato se lo escribí y se lo regalé a tu madre el día de su graduación; me lo acabo de encontrar escondido en el fondo de la computadora, en medio de otros viejos relatos… Se llama: “La pirata”. ¿Lo alcanzas a leer?”

            “Abuelo, recuerdo que le dije: soy una niña que todavía no sabe leer, Apenas voy en tercero de jardín de niños”.

            “Y él, con su ternura y tranquilidad que lo caracterizaba y que se adquiere con el tiempo, me dijo: “La próxima vez te toca leerlo”

.           Sí abuelo, le respondí satisfecha.

            Y con esa voz ronca y fuerte de bajo que tenía, comenzó a contármelo.

            Al final de los relatos, descendía de sus piernas dejando el pantalón muy arrugado, cosa que él odiaba. Le daba con cariño un beso en su mejilla tersa. Él me acaricia la cabeza con ternura y me regalaba una sonrisa tierna, y me deja partir, en busca de mi propia vida. De la misma forma, dejó que mi madre y mi tío, encontrarán la suya…

            Un día llegué, y como siempre corrí a su estudio, ¡no estaba…! Y tampoco en su escondite preferido. La computadora… apagada. El corazón me dio una vuelta, en ese momento comprendí la frase de mi padre: “El abuelo ha muerto…”

Jiménez_humberto@prodigy.net.mx

2009